Por Mariana Jiménez Ortega1

Hay frases que se instalan en la memoria con la persistencia de algo que no entiende de tiempo. No llegan como enseñanzas solemnes, sino como susurros que poco a poco van modelando la forma en que miramos el mundo. “La vida como preparación para la muerte” fue, para mí, una de esas frases. La escuché por primera vez en una puesta en escena donde un hombre, al borde del final, intentaba reconciliarse con su existencia mientras sus familiares lo acompañaban en silencio. La obra tenía un tono religioso, pero no fue lo que retuvo mi atención. Lo que quedó grabado fue esa frase que parecía contener, dentro de su brevedad, una verdad profunda: que vivir implica aceptar la muerte como parte del camino.

Desde muy joven, la muerte no me provocó el terror que parecía causar en otros. Más bien la sentía como una presencia cercana, como una sombra que no amenaza, sino que acompaña. Con el paso del tiempo, esa intuición se volvió más clara, como si la muerte fuera una visitante silenciosa que observa desde lejos, esperando el momento en que la conciencia esté lista para mirarla sin miedo. Y cuando la enfermedad me llevó a tocar ese umbral de cerca, la sensación no fue de angustia, sino de una calma que no sabía que podía existir. No sentí la urgencia de pedir tiempo; solo una quietud que parecía decirme que lo esencial ya estaba dicho.

Fue entonces cuando comprendí el verdadero sentido de aquella frase: vivir no significa evitar la muerte, sino prepararse para recibirla con lucidez. La finitud, lejos de empobrecer la existencia, la vuelve más intensa. Nos recuerda que cada gesto, cada vínculo, cada despedida, tiene un peso que no siempre percibimos en la prisa cotidiana. Desde esa experiencia empecé a ver la vida como un proceso de desprendimiento: cada cambio, cada pérdida, cada transformación es un ensayo para morir un poco mejor. La muerte no aparece únicamente al final; atraviesa cada tránsito de nuestra historia.

Pero esta comprensión íntima contrasta con la forma en que el mundo contemporáneo trata la muerte. Vivimos en una época que la oculta, que la administra como un error técnico que debe retrasarse o corregirse. La vida se convierte en un proyecto regulado por dispositivos de control, donde el cuerpo deja de ser territorio propio para convertirse en objeto de vigilancia. Michel Foucault lo expresó claramente cuando afirmó que “el cuerpo y la vida […] se tornan materia política” (Foucault et al., 2007, p. 10). En esa lógica biopolítica, la prolongación de la vida se convierte en un mandato, pero se pierde la profundidad del tiempo vivido desde dentro.

La obsesión por el bienestar y la longevidad no necesariamente produce conciencia. A veces, produce solo más distancia respecto a la muerte. Y es esa distancia la que vuelve liviana la experiencia. Una vida que olvida la finitud pierde densidad. Quien no sabe que va a morir corre el riesgo de vivir en la superficie. Por eso, aceptar la muerte se convierte en una forma de resistencia: un gesto que nos devuelve la soberanía sobre nuestro propio tiempo. Preparar la muerte es recuperar una libertad que el poder no puede administrar.

En este sentido, la filosofía también reconoce el papel estructural de la muerte en la existencia. Martin Heidegger escribió que “el ser del Dasein se comprende a partir de su fin” (2003, p. 254). La muerte, más que un evento aislado, es el horizonte que organiza nuestra vida. Mirarla de frente no destruye la posibilidad de ser; la sostiene. La autenticidad esa forma de vivir con claridad surge sólo cuando dejamos de huir del límite. Mi propia experiencia me mostró que no se trata de anticipar la muerte con miedo, sino de vivir sin negarla.

Durante la enfermedad, el tiempo comenzó a sentirse distinto. No era algo que debía retener, sino algo que podía simplemente habitar. En esa calma aprendí que morir no significa desaparecer por completo, sino dejar de resistirse al ciclo que sostiene toda forma de vida. Derrida lo sugiere con una claridad contundente al afirmar que “toda vida, para mantenerse, debe exponerse al riesgo de su autodestrucción” (Borradori, 2003, p. 214). La vulnerabilidad no es una falla, sino la condición que hace posible cualquier relación, cualquier afecto, cualquier gesto de amor. Lo eterno no ama porque no tiene nada que arriesgar.

Esa fragilidad compartida también nos conecta con los otros seres. Derrida relató un momento profundamente humano cuando escribió: “sentí vergüenza de estar desnudo ante el gato” (2008, p. 18). Esa escena, aparentemente sencilla, revela algo fundamental: no somos dueños absolutos de la vida. Somos parte de una trama donde la mirada humana no es la única que cuenta. La muerte, al igualarnos a todos los seres, nos devuelve a esa interdependencia silenciosa.

La tierra misma enseña esta verdad sin necesidad de palabras. Muere en cada estación y revive sin resistencia. Se transforma, se desprende, se renueva. Leanne Betasamosake Simpson cuenta cómo una niña descubre que “sí recoge la savia del árbol y la calienta, se transforma en un jarabe dulce” (2022, p. 7). La dulzura surge de la pérdida, del calor, del cambio. Así funciona la naturaleza: nada se extingue del todo; se vuelve otra cosa. Simpson lo llama “una generosidad sin fin” (2022, p. 9). La muerte no es un cierre; es una entrega. Es la manera en que la tierra hace espacio para el porvenir.

Jean-Luc Nancy experimentó esta lógica de la transformación de forma radical cuando recibió un corazón ajeno. Escribió: “mi corazón se volvía mi extranjero: justamente extranjero porque estaba adentro” (2007, p. 18). La vida que habitamos no es completamente nuestra. Es préstamo, circulación, contacto. Vivir es hospedar algo que viene de otros seres. Morir es, del mismo modo, regresar lo que se nos dio.

Aun así, la promesa contemporánea de vencer la muerte sigue viva. Yuval Noah Harari observa que la tecnología actual intenta “remodelar y rediseñar la vida” (2018, p. 27), como si existiera una vía para escapar de la finitud. Pero una vida infinita perdería la forma. El deseo requiere límites para existir. La esperanza sólo tiene sentido en contraste con la muerte. El amor se profundiza porque sabemos que no es eterno. Derrida lo recuerda cuando escribe: “no se trata sólo de vivir más, sino de vivir con justicia” (2008, p. 12). Vivir con justicia es reconocer el paso del tiempo sin tratar de dominarlo.

Por eso, preparar la muerte no significa resignarse. Significa ver la vida desde un lugar más amplio. Desde la conciencia de que nada es permanente, y de que esa impermanencia es una oportunidad para cuidar, para agradecer, para acompañar. La muerte no interrumpe la vida; la completa. Cada vez que entregamos algo, cada vez que dejamos ir, nos acercamos un poco más a esa claridad.

Morir no es desaparecer. Es regresar al ciclo de la tierra, a la memoria de quienes nos amaron, a los gestos que dejamos en los otros. La vida, entendida así, no se vuelve más pequeña sino más profunda. Es el reconocimiento de que lo que somos no termina en el cuerpo. Que lo que sembramos sigue, de algún modo, vivo. Que la muerte no es el final, sino la transformación final.

Por eso, “la vida como preparación para la muerte” no es un llamado a la tristeza. Es una invitación a vivir con conciencia, a mirar el poder que regula nuestros cuerpos, a escuchar a la tierra que nos sostiene. Es una pedagogía, una forma de volver a sentir la vida en toda su intensidad. Y en esa intensidad se revela la sabiduría más antigua que tenemos: que todo lo que se entrega regresa. Que todo lo que muere, se transforma. Que todo lo que somos, en algún nivel, sigue vivo en el mundo.

Referencias

Borradori, G. (2003). La filosofía en una época de terror: Diálogos con Jürgen Habermas y Jacques Derrida. Taurus.

Derrida, J. (2008). El animal que luego estoy si(gui)endo. Trotta.

Foucault, M., Deleuze, G., Agamben, G., Negri, A., & Žižek, S. (2007). Ensayos sobre biopolítica: Excesos de vida. Paidós.

Harari, Y. N. (2018). 21 lecciones para el siglo XXI. Debate.

Heidegger, M. (2003). Ser y tiempo. Fondo de Cultura Económica.

Nancy, J.-L. (2007). El intruso. Amorrortu.

Simpson, L. B. (2022). La tierra como pedagogía: Inteligencia nishnaabeg y transformación rebelde. Taller de Ediciones Económicas.

  1. Mariana Jiménez Ortega es estudiante de la licenciatura en Filosofía e Historia de las ideas de la UACM. Este texto fue escrito para el seminario de Bioética durante el semestre 2025 -II impartido por Roxana Rodríguez Ortiz. ↩︎

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