Por Mariana Jiménez Ortega1
La literatura tiene la capacidad de abrir espacios donde el pensamiento se vuelve sensibilidad. En un tiempo dominado por la crisis ecológica y el desencanto, algunos textos logran recordarnos que todavía es posible sentir con el mundo. “Soñarán en el jardín”, de Gabriela Damián Miravete, es uno de ellos. Su lectura, como señala el artículo “Ecología del afecto en la literatura…”, de Roxana Rodríguez Ortiz (2023), nos invita a pensar la relación entre el ser humano y la naturaleza desde un lugar distinto: el del afecto, entendido no como emoción privada, sino como una forma de conocimiento compartido. En esa visión, la literatura se convierte en una herramienta para reconfigurar la conciencia ecológica contemporánea.
Lo que me resulta más sugestivo del concepto de ecología del afecto es su intento de descentrar al sujeto moderno. Desde la filosofía de la modernidad, el yo fue concebido como una entidad separada del mundo, racional y autónoma. Sin embargo, como diría Spinoza (1677/2009), “el cuerpo humano puede ser afectado de muchas maneras por los cuerpos exteriores” (p. 83), y en esa capacidad de ser afectado radica la verdadera potencia de existir. El afecto, por tanto, no es algo accesorio ni sentimental: es el punto donde se cruzan la vida y el pensamiento. Cuando Gabriela Damián Miravete describe un jardín que sueña, no lo hace desde la fantasía pura, sino desde la intuición de que la sensibilidad atraviesa todo lo vivo. El jardín no es un objeto que observamos, sino una conciencia vegetal que nos observa también a nosotros.
El artículo que analiza el cuento sugiere que “la literatura puede funcionar como un espacio de interdependencia entre especies” (Ecología del afecto en la literatura, 2023, p. 4). Esa afirmación me parece clave, porque rescata la función filosófica del arte: no representar la realidad, sino transformarla. En Soñarán en el jardín, la frontera entre lo humano y lo no humano se vuelve porosa. El lector se ve obligado a reconocer que las plantas, el aire o la tierra también participan en el tejido del afecto. Y al hacerlo, el texto pone en crisis una idea arraigada: la de que solo el ser humano posee sensibilidad o pensamiento.
Este descentramiento del sujeto coincide con la crítica posthumanista contemporánea. Como señala Rosi Braidotti (2013), “el sujeto posthumano es un ensamblaje de fuerzas, un nodo de relaciones que siempre lo exceden” (p. 58). Esa idea encuentra eco en el relato de Damián Miravete, donde los personajes se confunden con su entorno, donde la vida parece una red y no una jerarquía. La ecología del afecto se inscribe en esa corriente: entender el mundo como una comunidad de seres interdependientes, donde sentir equivale a coexistir.
El artículo menciona que “la crisis ecológica contemporánea no es solo material, sino afectiva” (Ecología del afecto en la literatura, 2023, p. 6). Esa frase me resuena profundamente. Vivimos en una época saturada de información y carente de contacto. Sabemos que el planeta sufre, pero pocas veces lo sentimos de verdad. La sensibilidad, en este contexto, puede ser una forma de resistencia. Frente a la lógica del cálculo y la eficiencia, sentir se vuelve un acto político. No un sentimentalismo superficial, sino una reapropiación de nuestra vulnerabilidad como fuente de conocimiento.
En este sentido, la ecología del afecto podría definirse como una ética de la fragilidad compartida. En el cuento, el jardín representa esa conciencia extendida donde todo afecta y es afectado. No hay un centro, sino una multiplicidad de voces entrelazadas. Esa visión coincide con la de Deleuze y Guattari (1980/2002), quienes afirmaban que “la vida no se compone de unidades, sino de conexiones” (p. 14). La escritura de Damián Miravete parece precisamente eso: una escritura de conexiones, de flujos sensibles que cuestionan la idea de separación entre sujeto y entorno.
Cuando pienso en esta perspectiva, recuerdo algo que Donna Haraway (2016) escribió: “No se trata de vivir en el planeta Tierra, sino de vivir con él” (p. 30). En Soñarán en el jardín, esa convivencia se vuelve metáfora y experiencia. Los personajes humanos no dominan la naturaleza, sino que se dejan transformar por ella. Soñar con el jardín, en ese contexto, es dejar que el pensamiento se vuelva poroso, que la imaginación recupere su poder de comunión. No es casual que el sueño sea la figura central: el sueño no razona, sino que conecta.
Lo que propone la autora, y que el artículo subraya, es una nueva sensibilidad ecológica que nace del entrelazamiento. “El afecto no pertenece a nadie, sino que circula entre los cuerpos como una corriente invisible” (Ecología del afecto en la literatura, 2023, p. 8). Esa frase resume la potencia del concepto. El afecto no se posee ni se controla: nos atraviesa. En ese flujo común, los límites entre humano, vegetal o mineral pierden rigidez. La ecología del afecto sería, entonces, una pedagogía del sentir, una invitación a desarmar el ego cartesiano y a pensar desde la empatía ontológica.
Esta idea me hace pensar en la ética del cuidado. Cuidar, decía María Puig de la Bellacasa (2017), “es una práctica material, afectiva y política que mantiene unido al mundo” (p. 3). En esa línea, cuidar del entorno no es una acción externa, sino una forma de estar en él. La literatura que se aproxima al afecto no solo nos muestra el daño ecológico, sino que nos enseña otra manera de habitar. Cada metáfora, cada imagen, se convierte en una experiencia de reconexión. Damián Miravete, al imaginar un jardín que sueña, no nos pide solo reflexionar, sino sentir el sueño como propio.
La lectura de este cuento me ha hecho pensar en la manera en que nos relacionamos con lo desconocido. A menudo reaccionamos con miedo, porque nos han enseñado que conocer equivale a dominar. Pero tal vez el conocimiento más profundo sea el que nace de la escucha. Escuchar, como dice el artículo, “es un gesto afectivo que restituye el lazo con lo viviente” (Ecología del afecto en la literatura, 2023, p. 10). Escuchar al mundo es aceptar que no todo puede ser traducido a nuestras categorías humanas, que hay otras formas de inteligencia y sensibilidad circulando a nuestro alrededor.
La literatura, entonces, se convierte en un laboratorio de pensamiento ecológico. No porque describa árboles o paisajes, sino porque crea condiciones para que el lector sienta de otro modo. Leer Soñarán en el jardín es, de alguna forma, participar en ese experimento afectivo. El jardín no está afuera del texto: se despliega en la mente y el cuerpo del lector. Esa experiencia demuestra que el arte puede ser una práctica ética. Nos enseña, como sugiere el artículo, que “la imaginación es también una forma de responsabilidad” (Ecología del afecto en la literatura, 2023, p. 12).
De todo esto se desprende una conclusión que no es simple, pero sí necesaria: la ecología no comienza con la acción, sino con la percepción. Antes de cambiar el mundo, debemos reaprender a sentirlo. La ecología del afecto no propone soluciones técnicas, sino un cambio de sensibilidad. Nos recuerda que el pensamiento nace en el cuerpo, que cada emoción es una forma de relación con lo real. Como escribió Maurice Merleau-Ponty (1945/2012), “la percepción no es un acto del espíritu, sino la apertura del cuerpo al mundo” (p. 67). Quizá ahí radica la clave: volver a abrir el cuerpo a la tierra, al aire, a los otros seres que comparten con nosotros la precariedad de existir.
Al finalizar la lectura del artículo y del cuento, queda una sensación ambigua, entre la melancolía y la esperanza. Melancolía, porque el mundo que habitamos parece cada vez más sordo al afecto. Esperanza, porque la literatura demuestra que aún hay formas de sentir que pueden salvarnos del aislamiento. Soñar con el jardín es, al final, una metáfora de resistencia: una invitación a imaginar otra manera de habitar la Tierra. Si somos capaces de soñar con ella, tal vez también podamos despertar con ella.
Referencia:
Rodríguez Ortiz, R. 2023. Ecología del afecto en la literatura: “Soñarán en el jardín”, de Gabriela Damián Miravete. Catedral Tomada. Vol. 11 No. 21. https://doi.org/10.5195/ct/2023.611
- Mariana Jiménez Ortega es estudiante de la licenciatura en Filosofía e Historia de las ideas de la UACM. Este texto fue escrito para el seminario de Bioética durante el semestre 2025 -II impartido por Roxana Rodríguez Ortiz. ↩︎

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